El profesor Rojo tenía la cara roja, roja, roja. No era rubor, sino que era así. Parecía un tomate. Le soltaba piropos a otras profesoras, halagando el bonito gorro que las embellecía, o las altas botas que las encumbraban... Parecía que fuese a estallar de un momento a otro, pero nunca lo hacía. Nadie sabía el secreto, pero era que, como las teteras, tenía un pitorrito por el que salía la presión contenida en su cara. Lo malo es que el pitorrito quedaba en las antípodas de su cuerpo.
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