Caminé al lado de Anna Magdalena
Bach a través de las puentes en Leipzig. Su marido había muerto, se podía ver
su pérdida en su rostro, pero todavía tarareando la primera suite de
violonchelo. Nunca hubo un momento para yo revelar mi pasión. Si lo hiciera,
sería perturbar un mundo que no era el mío. Tal vez dentro de 200 o 400 años,
¿quién sabe?
Me quedé unos días en NY. Pasé cerca
de la Juilliard School y vi que ella estaba
cruzando la calle. Anna se puso muy cerca de mí, se di cuenta de que la estaba
mirando y me dio una sonrisa de complicidad. Me quedo con esa sonrisa hasta la
eternidad.
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