No había aire. El pecho le ardía por dentro, tenía los ojos inyectados en sangre, su lengua parecía de cemento. Luchaba por respirar, tanto que su rostro se deformaba en cada esfuerzo. Se agarró a las sábanas de su cama con tanta fuerza que se rompió dos dedos de la mano derecha. Pero el aire seguía sin entrar en sus pulmones. Se le nublaba la vista, el corazón latía cada vez más lento y, en ese momento final de su vida, lo único que recordó fue una breve conversación que mantuvo hace unos meses con un amigo:
-¿Vas a fumarte otro?
-De algo hay que morir ¿no?
martes, 23 de febrero de 2010
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