Las pinceladas eran suaves y certeras. Cada una de ellas mostraba la quietud de su rostro, sereno. Sus ojos transmitían un escalofrío que rondaba impune por mi cuerpo.
Aquella figura empezaba a tomar forma.
No pude evitar detenerme a su lado mientras terminaba aquel retrato. En su paleta, sujetada con la mano izquierda, habían mezclados colores que nunca antes había visto. Seguía perfilando, impasible, el rostro de su lienzo.
Acariciaba con mimo cada una de las curvas del retrato. Serena y paciente. Vetusta.
Pasados unos minutos pude contemplar como la anciana, pese a su pérdida de memoria, recordaba el rostro de su amor. Y su mirada.
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