En la puerta había una gorra negra con la que solía imitar a mi abuelo. Me la ponía delante de mis amigos mientras caminaba por la habitación farfullando la misma historia una y otra vez y cerrando los ojos como si, de pronto, hubiera perdido el hilo. Mis amigos se partían de risa.
Un día me torcí el tobillo y mis amigos vinieron a verme. Tardaron muy poco en caminar de forma ridícula imitando mis pasos, burlándose y riéndose como locos.
Cuando se fueron, mi abuelo entró en la habitación, se acercó y acariciándome el pelo muy suavemente, me susurró: Ahora ya sabes lo que se siente.
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