El anciano del bombín negro pidió dos cafés, uno solo y otro tocado de anís. Luego se sentó junto a la ventana, como cada tarde. Tomó con parsimonia su taza y degustó cada sorbo como si fuera el último, mientras observaba el trasiego de la gente en la plaza. El tocado se enfrió sobre la mesa, intacto.
–La cuenta, por favor –solicitó al camarero, minutos después.
–¿No ha venido hoy su amigo? –le preguntó éste desde la barra, extrañado por la ausencia.
–No –respondió el anciano, con semblante serio–. Samuel murió anoche… de viejo, creo. Pero hoy, me tocaba pagar a mí.
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