No hay nada como una tarde de lunes. Embriagarse con el aroma a café que emana de la taza en la mano derecha, la izquierda buceando en el aterciopelado bolsillo de la bata de domingo. Observar a través del ventanal como la lluvia golpea sin piedad el gris asfalto de la ciudad, el tráfico incesante dejando tras de si una estela de agua, moja periódicos bajo el brazo de peatones que agazapados corren en su intento estéril de evitar el agua.
Al fondo de la imagen, filtrada por las gotas de lluvia del cristal, dos figuras yacen inmóviles una frente a la otra, inmunes al mundo exterior de un lunes de invierno, sus labios se arquean para finalmente tocarse.
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