Notaba el calor del sol que se abría paso a través de las cristaleras. Extendí mi mano hacia Mapuyé, aquel joven de pelo ensortijado y finas mejillas como hebras de estaño, con los labios arrugados y secos fruto de noches de frío, de sufrimiento continuado, de cuento con final amargo cada día. Al abrigo de improvisadas telas, escondido en los cajeros, en los bancos de los parques, en las paradas del bus o en cualquier sitio que le sirviera de escondite y de camastro por una noche, vivía mi querido amigo.
Le dije que le ayudaría a salir del bache en el que se había metido, pero….
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