La cruz clavada en el margen de la carretera, ahí donde la curva es más cerrada, siempre tenía flores. Flores frescas recién cortadas o tallos secos y retorcidos que sólo eran sombra del ramo que fue. Alguien hacía vivir su recuerdo en unas margaritas, en unos claveles. Se mustiaban, sí, pero al cabo de unos días aparecían nuevos capullos, también destinados a morir. Y a renacer.
Hoy, un colorido ramillete de flores de plástico se abraza con un hilo de alambre al palo vertical de la cruz.
Hoy ha muerto el recuerdo y ha nacido la memoria imperecedera.
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