Don Agapito, hombre ilustrado, impartía sus clases con mano dura. Doña Eustaquia, la asistenta, incrustaba sus narices en camisa de once varas.
—María, ¿sabes que anoche Jacinto y yo…?—se atrevió a espetar Ana, una de las alumnas, a espaldas de Don Agapito. Súbitamente, encajó tal papirotazo en el occipital que se le encorvó la testuz cual caña de bambú.
—¡Don Agapito, vigílese! —increpó la asistenta.
—¡Calle usted, doña Eustaquia! Que el enseñante soy yo y le digo que la letra con sangre entra.
—Ande, ande, que en lugar de enseñante bien parece maleante.
—No me tire de la lengua doña Eustaquia que la pelo como a una gallina.
Y entre coscorrón y discusión, la pequeña Ana fantaseaba sin dilación.
Suscribirse a:
Enviar comentarios (Atom)
No hay comentarios:
Publicar un comentario