S
e tumbó en la camilla, a regañadientes. Ella le dijo que se dejara llevar. Él la miró con ojos de aguilucho hambriento. Ella embadurnó sus manos con un aceite de esencias perfumado; las pasó por debajo de la camiseta de él; comenzó a masajear su espalda. Una vaharada de placidez ganó el ánimo de él; cerró los ojos, disfrutó cuanto pudo. Los dedos de ella acariciaron cada pliegue de su piel, sorprendiendo gratamente cada fibra de sus músculos, los cuales fueron liberándose de la tensión acumulada de igual manera que un bombardero alivia su carga mortal.
-Así quiero que me lo hagas; ¡¿entendido?! –Ordenó.
El masajista se incorporó, volviendo a su faena confundido, pero tonificado hasta un límite insospechado…
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