Hubo una vez un mosquito que se posó en la cola de un confesionario. Nunca lo había hecho. Necesitaba desahogarse de una vida de lujuria y desenfreno, de una vida de vampirismo.
Cuando le llegó su turno al insecto, el cura saludó en el modo habitual:
—Ave María Purísima.
—Sin pecado concebida.
—Cuéntame lo que quieras, hijo. Ya sabes de la compasión infinita del Señor por todas sus criaturas.
—Padre —dijo el mosquito con voz afligida—, confieso que he picado…
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