Asomada a tu balcón, la veías pasar frente a ti. Todos los días. Iba sentada en un vagón de primera ; unas veces, leía; otras, parecía contemplar el paisaje tras la ventanilla.
Al principio fue como un juego; sin embargo, luego, lo convertiste en rito.
Y a las seis en punto de la tarde, abandonabas cualquier actividad para salir afuera. A esperarla.
Soñabas que eras la otra; te imaginabas entonces una vida dichosa y fértil. Una vida de viajera.
No podías saber que, tras el cristal, aquellos ojos que envidiabas hubieran matado por tener un balcón con flores como el tuyo. Una casa desde la que contemplar el melancólico deslizarse de los trenes.
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