En el ardor nocturno, cuando los sueños se escapan de la conciencia y las fantasías no son fantasías sino delirantes realidades, soñé que me hundía en un profundo abismo, en una oquedad fantasmal donde todo era tinieblas y lúgubres espectros. Allí, en aquel lugar, quise surgir, levantarme, pero la oscuridad y mi propio miedo me lo impidieron. Temblaba, me agarraba a las paredes húmedas, e inconsolablemente, caía nuevamente donde había estado, como si algo no quisiera que escapara.
La pesadilla, si es que se puede llamar así, se repitió en varias ocasiones en mi vida. Jamás llegué a salir de aquel enclave en mis sueños, aunque hoy en día ya no tengo aquel sueño que hizo mi vida insoportable.
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