Lorenzo cierra los ojos para ver en la memoria a su hija María con el tazón de leche que desayunaba cada mañana. Migaba galletas, una a una, dejando que absorbieran hasta la última gota de leche. Permanecían secos y crujientes los últimos trozos que caían en la taza.
María tenía cuatro años cuando empezó a desayunar la leche con galletas, siempre las mismas. Aún no sabía leer, pero distinguía las suyas de cualquier otra marca.
Cuando Lorenzo abre los ojos veinticinco años después, ve a su nieta Lorena desayunando un tazón de leche con las mismas galletas migadas, como su madre. Se alegra de que en este mundo voluble y esquivo aún haya cosas que cambian.
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