Aquel día, sin saber por qué, despertó más triste. Sentado en la cama rompió a llorar. Era un llanto amargo, que no podía detener. Una pena enorme le crecía en el pecho, pero no sabía por qué.
Pensó que necesitaba aire y salió a la calle. Caminó sin rumbo durante horas, pero no logró animarse. La gente le parecía gris, distante, como en otra dimensión. Incluso le dio los buenos días a algún que otro conocido, pero ninguno le devolvió el saludo.
Decidió irse a la costa, el mar siempre le sentaba bien. Sentado en el malecón, notó que una niña lo miraba insistentemente, con curiosidad.
—¡Hola linda! ¿Por qué me miras tanto?
—Es la primera vez que veo un muerto —respondió la niña.
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