Elías, como de costumbre, llevó a sus dos niños, Gisela y Juan Manuel a veranear a la finca de sus suegros. Jugaban en el amplio espacio campestre que brindaba el lugar. Los abuelos no cabían de júbilo viendo el derroche de alegría que sus nietos mostraban en cada movimiento, en cada carcajada.
La detonación repentina sorprendió a todos. Carreras, preguntas sin respuestas, miradas desesperadas habitaron el lugar. En el piso, una escopeta vieja aún respiraba hilillos de humo blanco que se dirigían al infinito; Juan Manuel, preso del pánico, se refugiaba en algún rincón de la casa. Gisela yacía en suelo.
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