Toda desgracia conlleva alguna compensación. No tener hijos me permitía, a veces (no soy naturista), andar desnudo por la casa.
En la cocina sonreí al pensar en las consecuencias de que me viera desde su ventana mi vecina. Ni erotismo, ni morbo. Pena o risa.
Pero la costumbre de mi mujer de tener echadas las persianas evitaba el peligro. Peligro, ¿qué peligro? Lancé un beso al aire, para quien quisiera recogerlo.
Era esa oscuridad y el olor a cementerio provocado por las flores sobrantes de la boda de mi suegra lo que iba a combatir con una copa de vino.
Qué buenas, las compensaciones.
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