Eliza, de seis años, se había encontrado frente a frente, volviendo de natación por la calle de siempre, con el peor enemigo de una niña inocente: el lobo feroz.
Días después, le explicaba al psicólogo cómo había logrado salir indemne: “Jamás estuve ahí”, explicó, con sus claros ojos sonrientes, sin temblor alguno en la voz que delatara una mentira.
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