Entonces todo se vuelve infinito. El cielo azul estaba adornado por algunas nubes viajeras que
parecían haber hecho un alto en el camino para deleitarse con mi final. Un chico se aproximó en
una bici, las ruedas girando con isócrona majestuosidad, y se sentó junto a mi cabeza yaciente en el
asfalto. Sus inquietos ojos buscaban una explicación a todo aquello. En ellos se desató una tormenta
de lágrimas al comprender que no se podía hacer nada. El viento otoñal depositó en el cuello de mi
camiseta unas hojas resecas (caricias de piel marchita), dándome así un último regalo. Sonreí y
elevé la mirada de nuevo, comprendiendo ahora que el cielo no era un límite, sino un punto de
partida.
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