Fue el sol quien la despertó, sus rayos acariciando la ya de por si bronceada piel -acostumbraba a dormir sin cerrar las contraventanas, manías de un antiguo amante del que nada más perduraba en su recuerdo-, y lo primero que hizo fue girar la cabeza para buscar el libro que la había tenido en vilo hasta bien entrada la noche.
Sueños de dioses griegos que se comportaban como hombres y de héroes épicos con aspiraciones sobrehumanas se entretejieron en su preciosa cabecita dorada al ponerse el bikini... y mientras se dirigía hacía la playa pensaba “¿de qué color serían tus ojos, Helena?”.
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