Desperté y enseguida
supe que quedaba aire para cinco minutos, ese era el tiempo que me
quedaba de vida.
Utilicé los puños
hasta que mis nudillos ensangrentados se quebraron; pateé hasta que
no quedó un solo hueso de mis pies sin fracturar; arañé
frenéticamente hasta que las uñas desaparecieron y mis dedos se
convirtieron en masas sanguinolentas pero, cuando el resuello en mi
respiración me indicaba que el aire se agotaba, logré salir al
exterior salvándome de una muerte segura.
Después de todo mi
sufrimiento, pensé que podía obtener una indemnización millonaria
interponiendo una demanda por negligencia contra el médico que
certificó mi defunción y otra a la compañía funeraria por
suministrar un ataúd de madera podrida para mi entierro
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