Llevaba días sin comer y el hambre apretaba sus tripas hasta hacerle aullar de dolor. Estaba debilitado y las presas se escapaban. No quería utilizar ese último recurso, pero era una cuestión de supervivencia. Sabía de su hostilidad y cundiría la alarma en cuanto los perros ladraran, pero se arriesgó y se acercó a la aldea. A prudente distancia oteó durante la mañana los accesos a una granja próxima, vigilante; allí recreó el sabor de los pollos y gallinas, se relamía recordando la jugosa carne de corderos y cabritillos cuando, de pronto, una alegre niñita ataviada con una capucha roja salió de la casa portando en su mano una cesta; y entonces el lobo . . .
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