El silencio cruel abarrotaba cada rincón de mi casa. También su olor.
Él caminaba despacio, cerca de mí, con el desconocimiento de que era terriblemente desagradable para los sentidos. A veces ronroneaba como un animal. Otras simplemente, no paraba de hablar.
Había momentos en que su presencia era más que un suplicio, una penitencia; pues se dedicaba una y otra vez a importunar con su manera de caminar, de silbar, de comer, de existir...
Llego el día que no pude descansar tranquilo sabiendo que dormía al otro lado de la puerta.
Lo maté despacio, sin hacer mucho ruido.
No me importó demasiado que mi compañero de piso fuese mi padre.
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