Primero dijeron que le asesiné por un afán puramente económico, pero no le faltaba nada de valor, ni mi nombre aparecía tampoco en su testamento. Luego aseguraron que actué movido por los celos pero, ni era verdad, ni había prueba alguna que lo sostuviese. Al final decidieron, casi arbitrariamente, que actué por un burdo ajuste de cuentas, lo cual no tenía sentido alguno, pero necesitaban un móvil que justificara mi confesión.
A nadie le conté jamás por qué le asesiné de forma tan cruel. A nadie confesé nunca que le corté las manos, provocando así su posterior muerte al desangrarse lentamente, simplemente porque me fascinaba su manera de tocar el piano.
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