Mi cara estaba rígida. No notaba mi respiración y sentí una frialdaz en mi reflejo. ¿Cuándo comenzó todo? Lo ignoro. Tal vez, cuando mi jornada alcanzó la mitad del día. O quizá cuando hipotequé mi vida a un sueño.
En casa, ocupé un lugar fijo. Ya no estaba en las sobremesas, ni fregaba, ni duchaba a los niños. Había una frontera entre mi marido y yo. Como si un cristal nos hubiera traspasado.
Sentí un flash que me deslumbró. Su impacto de luces me dejó ciega. Invidente para sentir, para descubrir, para acariciar.
Sin ser consciente, me había convertido en un portarretratos fijo en un mueble del cuarto de estar de casa.
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