Miguel, ensartado de agujetas y con el rostro desencajado, navegaba a tientas por el mar.
Con su cuerpo empapado de agua y sudor, gritaba al viento desesperado.
La mar, quebrada por la luz de los rayos, pretendía hacerlo víctima de la tragedia.
El navegante, buscaba la luz de la lámpara de los Dioses; fuente milagrosa que devolvía la vida a los náufragos del mar.
Buscó en aquel cielo bañado de constelaciones, escuchó la voz del cielo nocturno.
Brillando en lo más alto la encontró. Dirigió su navío hacia los brazos de aquella poderosa dama, mientras la alegría avanzaba por sus venas, como una suave efervescencia.
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