La niña lloraba y pataleaba intentando escapar de mi fuerte abrazo. Se lo intenté explicar, pero apenas hubo tiempo y ella no entendió nada. Qué va saber, con seis años, que la mejor solución no tiene por qué ser la más fácil. Ni siquiera mi mujer lo comprendió. Sólo recogí gritos y reproches donde debería haber encontrado comprensión y apoyo. Fue mi hermano, quien me ayudó y con temblor en las manos y temor la mirada hizo lo que no me había atrevido. Yo sólo sujeté fuertemente a la niña mientras su tío le sajaba un dedo de la mano.
El enviado del rey no se llevaría a una niña tullida al harén real.
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