Para ella la cotidianeidad era un sinsentido. Una parodia absurda de la existencia. Una farsa. Un libreto preestablecido de acciones dramáticas, tragedia de rostros maquillados para fingir, bajo una escenografía frágil y dirigidos por alguna mano invisible. Una pantomima incoherente frente a un público malagradecido que apenas aplaude. Y un telón negro que espera inexorable.
Hasta que llegaba la hora de actuar. Llegaba temprano y luego de un rato de camerino con sus colegas repasaba sus líneas y se subía a las tablas. Desde el escenario, alejada de su entorno gris, ella, la actriz, era hada, bruja, o princesa, protagonista de aventuras mejores o peores pero siempre más interesantes.
Eso era la vida. Lo otro, una mera obra de teatro.
Suscribirse a:
Enviar comentarios (Atom)
No hay comentarios:
Publicar un comentario